Pasó tanto
tiempo, que ya no recuerdo cuándo fue que me empezó a llamar la atención la
seca esterilidad de un cactus que tenemos en el balconcito de casa.
Cada vez que me
tocaba regar las plantas de al lado, y al mirar ese cactus, me venía la idea de
cómo se estaba secando, o cómo dejaba pasar los días con su pinta de nada, con
su tierra sequísima, con sus brazos amarronados.
Su imagen me
servía de imagen real de lo que significaba no dar frutos. Nunca dejó de
pasarme eso: verlo, y pensar que no cumplía con su función, que no fructificaba,
que no aprovechaba lo que Dios le había dado.
Me molestaba que
cada vez que salía al balcón, se me viniera ese tipo de pensamiento.
Ayer, mi esposa me
llamó para mostrarme cómo había amanecido ayer el cactus. Es difícil describir
el amarillo poderoso de una flor abierta de par en par, y el naranja incipíente
de la segunda gran flor.
Lo que parece
muerto, lo que parece estéril, hay que esperarlo hasta el final. Dios tiene sus
tiempos, así como para una simple planta, también para la aparición de los
frutos eternos en una persona.
Los tiempos los
maneja Él. Pero cuando algo florece, todos disfrutamos.