sábado, 7 de octubre de 2017

Elogio a la duda.

No es habitual que un hijo de Dios le haga un elogio a la duda. De hecho, puede sonar una real locura. Lo habitual es que se elogien otras cosas, como la seguridad, la fidelidad, o el apego a rajatabla a la doctrina de la denominación. Estas y muchas otras cosas pueden ser elogiadas, pero no es común que se elogie la duda.
Pero ocurre que en el proceso de crecimiento de la vida de Cristo en nosotros, hay una etapa donde la duda es la antesala al entendimiento, a la madurez, a la luz.
No se trata de poner en tela de juicio las verdades fundamentales de la vida en Cristo: ni la deidad de nuestro Señor, ni su obra eterna manifestada en la cruz, ni nada que nos haya enseñado el Espíritu Santo en nuestro espíritu. Nada de eso se pone en duda. Son otras cosas las que deben ser puestas bajo sospecha. Y ese hecho no es provocado por nosotros, sino que el mismo Espíritu Santo acomoda una silla delante nuestro, y sienta en ella a una de nuestras creencias paradigmáticas, para luego preguntarnos "¿Vos realmente creés que esto es así?".

Estas creencias, arraigadas dentro de la mente humana como verdades indiscutibles, suelen ser la dura cáscara que se resiste para llegar a la verdad. Las tradiciones religiosas, las culturas a veces sectarias que dominan la religión, las maneras de congregarse, de llevar a cabos las reuniones, las frases que se repiten sin sustento, la manipulación montada a través de la malinterpretación de la autoridad, todas esas cosas van construyendo un castillo de creencias en la mente de un santo que no se caerá mientras no sean cuestionadas.
"¿Vos realmente creés que esto es así?", pregunta el Espíritu Santo en el corazón de un santo, mientras señala a una de las vacas sagradas de la religión.
Esa pregunta tiene, de nuestra parte, tres posibles respuestas: la primera, la más habitual, que nos pongamos de pie, huyamos de allí y sigamos testarudamente con nuestras creencias habituales -"¡No puede ser que Dios cuestione lo que me enseñan el domingo!"-. La segunda, parecida a la anterior, que respondamos que sí, que "orgullosamente creemos en eso", y sigamos en la nuestra. Y la tercera, que nuestro corazón ponga en duda esa creencia, y le diga al Señor que está dispuesto a desaprender. Ante esta puerta a la humildad, el santo descubre que desaprender es una manera de morir, y volver a nacer.

Recuerdo de niño que en los primeros tiempos de la escuela primaria, todos teníamos que escribir con lápiz. La idea era tener margen para borrar, corregir, y volver a escribir. Era una manera humilde de reconocer la posibilidad de estar cometiendo errores. Ya mayorcitos, éramos habilitados para comenzar a usar la lapicera a tinta, cuando el margen de error podía ser menor.
En nuestra vida espiritual, muchas cosas erróneas fueron escritas - por religiosos profesionales - con tinta indeleble, y han permanecido inmutables durante años, formando un callo que ayudamos a fortalecer cada día. Y ahí andamos, con la tozudez de un militante político, fanatizado, terco, sectario,  sosteniendo creencias heredadas de la denominación, de la visión, o de la secta. En ellas no se discute nada, no se elogia la duda sino que se elogia la obstinación, la testarudez, a la que llaman fidelidad.
El que no cuestiona, desconoce esta obra del Espíritu Santo.
El que no se cuestiona a sí mismo, se hace soberbio.

Mateo 5:3
Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos.

Cuando alguien es soberbio, no enseña, no persuade, sino que impone. "Así son las cosas aquí", es su mensaje, mientras golpea la mesa para comunicar una supuesta verdad, que no pasaría ningún filtro si se la cuestionara. Y quien duda de ellas será tomado de rebelde frente a los hombres. Pero quizás esa duda es su respuesta a la pregunta del Señor: "¿Vos realmente creés que esto es así?".

Naturalmente, no estoy muy seguro de esto que he escrito.