No es habitual que un
hijo de Dios le haga un elogio a la duda. De hecho, puede sonar una real
locura. Lo habitual es que se elogien otras cosas, como la seguridad, la fidelidad,
o el apego a rajatabla a la doctrina de la denominación. Estas y muchas otras
cosas pueden ser elogiadas, pero no es común que se elogie la duda.
Pero ocurre que en el
proceso de crecimiento de la vida de Cristo en nosotros, hay una etapa donde la
duda es la antesala al entendimiento, a la madurez, a la luz.
No se trata de poner
en tela de juicio las verdades fundamentales de la vida en Cristo: ni la deidad
de nuestro Señor, ni su obra eterna manifestada en la cruz, ni nada que nos
haya enseñado el Espíritu Santo en nuestro espíritu. Nada de eso se pone en
duda. Son otras cosas las que deben ser puestas bajo sospecha. Y ese hecho no
es provocado por nosotros, sino que el mismo Espíritu Santo acomoda una silla
delante nuestro, y sienta en ella a una de nuestras creencias paradigmáticas,
para luego preguntarnos "¿Vos
realmente creés que esto es así?".
Estas creencias,
arraigadas dentro de la mente humana como verdades indiscutibles, suelen ser la
dura cáscara que se resiste para llegar a la verdad. Las tradiciones
religiosas, las culturas a veces sectarias que dominan la religión, las maneras
de congregarse, de llevar a cabos las reuniones, las frases que se repiten sin
sustento, la manipulación montada a través de la malinterpretación de la
autoridad, todas esas cosas van construyendo un castillo de creencias en la mente
de un santo que no se caerá mientras no sean cuestionadas.
"¿Vos realmente creés que esto es
así?", pregunta el Espíritu Santo en el corazón de un santo,
mientras señala a una de las vacas sagradas de la religión.
Esa pregunta tiene,
de nuestra parte, tres posibles respuestas: la primera, la más habitual, que
nos pongamos de pie, huyamos de allí y sigamos testarudamente con nuestras
creencias habituales -"¡No puede ser
que Dios cuestione lo que me enseñan el domingo!"-. La segunda,
parecida a la anterior, que respondamos que sí, que "orgullosamente creemos en eso", y sigamos en la nuestra. Y la
tercera, que nuestro corazón ponga en duda esa creencia, y le diga al Señor que
está dispuesto a desaprender. Ante esta puerta a la humildad, el santo descubre
que desaprender es una manera de morir, y volver a nacer.
Recuerdo de niño que
en los primeros tiempos de la escuela primaria, todos teníamos que escribir con
lápiz. La idea era tener margen para borrar, corregir, y volver a escribir. Era
una manera humilde de reconocer la posibilidad de estar cometiendo errores. Ya mayorcitos,
éramos habilitados para comenzar a usar la lapicera a tinta, cuando el margen
de error podía ser menor.
En nuestra vida
espiritual, muchas cosas erróneas fueron escritas - por religiosos
profesionales - con tinta indeleble, y han permanecido inmutables durante años,
formando un callo que ayudamos a fortalecer cada día. Y ahí andamos, con la
tozudez de un militante político, fanatizado, terco, sectario, sosteniendo creencias heredadas de la
denominación, de la visión, o de la secta. En ellas no se discute nada, no se elogia
la duda sino que se elogia la obstinación, la testarudez, a la que llaman fidelidad.
El que no cuestiona,
desconoce esta obra del Espíritu Santo.
El que no se
cuestiona a sí mismo, se hace soberbio.
Mateo 5:3
3 Bienaventurados los pobres en espíritu, pues
de ellos es el reino de los cielos.
Cuando alguien es
soberbio, no enseña, no persuade, sino que impone. "Así son las cosas
aquí", es su mensaje, mientras golpea la mesa para comunicar una supuesta
verdad, que no pasaría ningún filtro si se la cuestionara. Y quien duda de
ellas será tomado de rebelde frente a los hombres. Pero quizás esa duda es su
respuesta a la pregunta del Señor: "¿Vos
realmente creés que esto es así?".
Naturalmente, no
estoy muy seguro de esto que he escrito.