Si hay algo
fuertemente arraigado en cada hombre (fuertísimamente arraigado) es su
conciencia de ser YO.
Yo soy yo. Yo no soy
él, ni soy ellos. En todo caso, yo puedo ser parte de nosotros, pero nunca dejo
de ser yo.
Yo habito en mi. Hago
todo en mi, y conmigo.
Vaya donde vaya, haga
lo que haga, a cualquier hora, estoy conmigo, estoy en mi.
De ninguna manera
puedo dejarme colgado en un perchero y salir a dar una vuelta sin mi. Nunca
podré tomarme unas vacaciones sin mí. Cada vez que pienso, que siento, que me
emociono, estoy ahí.
El yo puede
maquillarse y lucir distinto. Puede dejar de ser malo y hacerse bueno, o puede
dejar de ignorar algo, y ser ahora un sabio, pero sigue siendo yo. Puede
cambiar, pero no puede morir completamente, y empezar de nuevo.
¿Es posible que
alguien diga: "Yo ya no soy yo: ahora soy ÉL"? Solo un diálogo de
locos le daría seriedad a esa afirmación. ¿Por qué es desquiciada esa
afirmación? Porque nunca nadie ha podido dejarse a sí mismo, y seguir viviendo.
En palabras sencillas, cuando uno deja el yo, es porque ha muerto.
Y ahí radica nuestra
gran imposibilidad, y nuestro gran dolor: que no podemos dejar el yo, sin dejar
la vida. Más aún: cuando el Espíritu Santo nos convence de pecado, un dolor
permea al hombre, que en su más profundo ser grita "¿Quién me separará de este cuerpo de muerte?" Pero luego de
ese dolor, se abre una puerta: una puerta que permite morir para pasar a vivir
la vida de otra persona.
Eso es el evangelio,
la gran locura del evangelio.
"He sido
crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Lo que
ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y
dio su vida por mí"
Gálatas 2:20