sábado, 23 de septiembre de 2017

La puerta, el Mesías en la cruz.

Si hay algo fuertemente arraigado en cada hombre (fuertísimamente arraigado) es su conciencia de ser YO.
Yo soy yo. Yo no soy él, ni soy ellos. En todo caso, yo puedo ser parte de nosotros, pero nunca dejo de ser yo.
Yo habito en mi. Hago todo en mi, y conmigo.
Vaya donde vaya, haga lo que haga, a cualquier hora, estoy conmigo, estoy en mi.
De ninguna manera puedo dejarme colgado en un perchero y salir a dar una vuelta sin mi. Nunca podré tomarme unas vacaciones sin mí. Cada vez que pienso, que siento, que me emociono, estoy ahí.
El yo puede maquillarse y lucir distinto. Puede dejar de ser malo y hacerse bueno, o puede dejar de ignorar algo, y ser ahora un sabio, pero sigue siendo yo. Puede cambiar, pero no puede morir completamente, y empezar de nuevo.
¿Es posible que alguien diga: "Yo ya no soy yo: ahora soy ÉL"? Solo un diálogo de locos le daría seriedad a esa afirmación. ¿Por qué es desquiciada esa afirmación? Porque nunca nadie ha podido dejarse a sí mismo, y seguir viviendo. En palabras sencillas, cuando uno deja el yo, es porque ha muerto.
Y ahí radica nuestra gran imposibilidad, y nuestro gran dolor: que no podemos dejar el yo, sin dejar la vida. Más aún: cuando el Espíritu Santo nos convence de pecado, un dolor permea al hombre, que en su más profundo ser grita "¿Quién me separará de este cuerpo de muerte?" Pero luego de ese dolor, se abre una puerta: una puerta que permite morir para pasar a vivir la vida de otra persona.
Eso es el evangelio, la gran locura del evangelio.
"He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí"
Gálatas 2:20