Cierto hombre, un sincero hijo de Dios que
ha entregado su vida a Cristo, piensa que aún se halla bajo el dominio de un vicio
indomable, por ejemplo, el juego compulsivo. Cada vez que tiene la oportunidad,
recae en el vicio. Y cuando no tiene esa oportunidad, sabe dónde encontrarla.
Sufre el vicio, le pesa, le duele, lo
odia, y lo ama. El hombre entiende que el vicio lo lleva por caminos de ruina.
Enfrentarlo no es el problema: el problema es que el vicio siempre gana. Años
de sermones le han inculcado (e inculpado) que ese vicio es el pecado mismo. Entonces
busca fortalecer su voluntad para decirle NO al maldito flagelo, y de a poco va
esquivando las tentaciones, muy de a poco, progresa, y va marcando en un
almanaque el tiempo transcurrido desde que está "limpio".
Nunca había pasado tantos meses sin caer
en la tentación lúdica, aunque todavía se retuerce por dentro cada vez que
piensa en practicarla. Así, pasa el tiempo, quizás meses, o más, y el hombre
cree estar superando el llamado "pecado". Más aún, dijo no a una
invitación concreta al casino, se mordió la lengua, le encantaba la idea, pero
tiró el freno de mano. Y pensó haber aprobado la tentación. "Voy
bien", pensó con cierto orgullo.
Aún no lo sabe, pero tal vez algún día este
hombre sepa -por el Espíritu Santo- que, aún sin tirarse unas fichitas, el
problema sigue, el problema está. Porque el pecado no es la acción en sí, sino
la naturaleza que está detrás de la acción: la llamada concupiscencia. La
acción es la consecuencia visible, el síntoma que puede estar explícito o en
silencio latente, pero la enfermedad está.
La religión -ese esfuerzo humano- busca
aplacar los síntomas sin ocuparse mucho de la raíz. Y ahí reside el problema, en
el engaño que produce, porque al domesticar el síntoma con caretas y ritos
calma la consciencia, y muchos creen haber matado la enfermedad. La religión es
como un anestesista que aplaca los síntomas mientras la enfermedad continúa con
su avance inexorable.
Pero Cristo, en la cruz, absorbe en Sí
Mismo toda la naturaleza de pecado. Carga lo que no podemos cargar. Hace lo que
es imposible para los hombres, Él, "el cordero de Dios que quita el
pecado", secó de raíz la enfermedad: el pecado.
Al considerar esta verdad, este cierto
hombre, un sincero hijo de Dios que ha entregado su vida a Cristo, emprende su
camino hacia la victoria, pero ahora no comienza desde la incertidumbre de sus
fuerzas, sino desde la certeza de que hoy la obra ya está cumplida por Cristo,
en Cristo.
Y celebra hoy el día de su victoria.