Una persona,
mientras permanezca apartada de Dios, tiene una característica notable: no
puede ver lo que Dios considera perfecto.
"Sus ojos
se cerraron", dice la canción, y eso aplica a la condición humana, no en
cuanto a su visión natural de las cosas, sino a lo que es invisible a ella, y pertenece
a lo profundo de Dios.
Un no vidente,
nacido en esa condición, no puede constatar a ciencia cierta la forma de las
cosas, sus colores, sus brillos, su luminosidad. Puede tal vez hacerse ideas,
que vienen de lo que otros le cuentan, pero esas ideas corren por su
imaginación, y no por la verdad. Y tal vez ansiará ver, ver las cosas, pero en
primera instancia no ansía alcanzar las cosas, ya que para que ese deseo se
despierte en necesario primero poder ver. Nadie puede desear tomar algo que
nunca ha visto.
Y si esto es
así, es de notar que cuando una persona reconcilia su vida con Dios, de pronto,
sus ojos son abiertos para ver.
Lo que antes era
inexistente, ahora resulta estar ahí, ser visible, al alcance de la mano. Vemos
la realidad espiritual de lo que antes era simplemente inexistente. Vemos la
verdad de Cristo, Su Eternidad, nuestra eternidad en Él, vemos Su Reino, vemos
Su Amor.
Que ahora
podamos ver con mayor claridad - progresivamente - es crucial, importante, pero
no es suficiente. Debemos entender que lo que vemos está ahí, pero eso no
significa que lo hayamos tomado, que podamos alcanzar lo que vemos.
Recuerdo de niño
haber pasado muchos minutos frente a la vidriera de una juguetería. Antes de
haber visto tal paraíso, no deseaba ningún juguete, porque no los había visto.
Pero luego que mis padres no pudieron evitar que me parara frente a esa
vidriera, no hacía otra cosa que querer tenerlos. Quería agarrarlos, que fuesen
mío, pero por alguna razón no podía alcanzarlos (parece que el impedimento era
la billetera de mi papá).
Ver algo despierta
el anhelo, pero debemos encontrar la forma de cómo obtenerlo.
Todo lo que
nosotros vemos en Dios, y anhelamos en Dios, ya fue alcanzado por una persona:
Dios mismo, hecho hombre, Jesucristo.
Él es la persona,
cuya fuerza y energía nos impulsa como un vehículo empuja a sus ocupantes hacia
un destino.
Ver lo de Dios
es un paso. El próximo es meternos en la persona que nos lleva a alcanzarlo, y
tomarlo, y poseerlo.
Quienes lo hacen
diariamente tienen dos buenas sensaciones, que cada día toman algo más de la
plenitud del Señor, y cada día ven en Él algo nuevo para alcanzar.